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Especial Relatos Paranormales 2024

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Notas

 Foto  Pexels

Las notas del silencio

Por Carlos Castillo (*)

El viejo edificio de ladrillos oscuros en Boston siempre había sido un lugar inquietante. Originalmente un convento del siglo XIX, ahora funcionaba como una escuela con alojamientos. Durante los seis meses que viví allí, escuché historias de fantasmas que rondaban los pasillos y, peor aún, de alumnos que, según los rumores, se habían quitado la vida en ese mismo lugar. Incluso había un pequeño cementerio olvidado detrás del edificio, rodeado de árboles que parecían susurrar secretos oscuros. Las historias me parecían exageraciones hasta aquella noche.

 

Eran las 3:00 a.m., la famosa "hora de los espíritus". Estaba volviendo a mi habitación cuando decidí tomar un atajo por el pasillo principal que conducía al salón de conferencias, un espacio inmenso y vacío, utilizado solo para eventos escolares especiales. Al final del pasillo, un viejo piano descansaba en la penumbra. Se decía que, en las noches más silenciosas, a veces se escuchaban sus teclas sonar por sí solas.

 

Aquella noche, algo inusual ocurrió. Mientras subía las escaleras, el eco de una melodía quebró el silencio. Las notas del piano resonaban suavemente, como si alguien lo estuviera tocando con cuidado. No estaba solo en ese momento; una chica alemana que también estaba cerca, me miró con los ojos bien abiertos, confirmando que no era mi imaginación.

 

Nos acercamos a la puerta del salón de conferencias, pero esta tenía una pequeña ventana que permitía ver solo una parte del lugar. Una pared a media altura bloqueaba la vista hacia el piano. La melodía continuaba, casi invitándonos a entrar. Mis manos sudaban mientras decidí cruzar la puerta para ver quién estaba tocando.

 

Entré lentamente, intentando no hacer ruido. La oscuridad envolvía el lugar, excepto por la luz tenue de la luna que se filtraba por las ventanas altas. Caminé alrededor del muro que bloqueaba mi vista y, con el corazón latiéndome en los oídos, miré hacia el piano. Estaba vacío. Las teclas ya no se movían. No había nadie. El silencio se hizo aún más pesado, como si el aire mismo se hubiera congelado. El miedo me recorrió como un escalofrío. Me quedé paralizado por un segundo que pareció una eternidad, incapaz de procesar lo que acababa de suceder. Decidí que no necesitaba respuestas. Ya había visto suficiente.

 

Con el valor que me quedaba, di media vuelta y salí lo más rápido posible, sin mirar atrás. Desde ese momento, nunca volví a acercarme al salón de conferencias. Las historias que había escuchado sobre ese lugar ya no eran rumores para mí; eran advertencias.

(*) Carlos Castillo. Director Creativo de Donarte Cuentos Personalizados.  Instagram @DonarteCuentosPersonalizados

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Tres islas

 Foto  IA Canva

Entre tres islas y la selva

Por Andrés Fernando Robles (*)

Sentado en un tepuy miro al oriente esperando que el jaguar venga a aclararme que me trae a esta selva mientras duermo, pero despierto sin respuestas.  Un día tras otro, diviso desde las alturas de esta roca – montaña rojiza un bosque sin voz, ni luz y eso me perturba.  Trato de significar el sueño una y otra vez, pero me pierdo y me abandono por las propias penas de esta ciudad caótica que me tiene engullido en sus tripas, mientras también me escabullo de los dolores de cabeza que limitan mis sentidos y mi fe.

 

Vuelvo a soñar.  En un raudal, un anciano de cabello cenizo desaprieta el tabaco de sus labios y deja salir el humo que se cuela dentro de mi cabeza, hecho pensamiento y emoción.  Con la fuerza del agua me sumerge a un río y me entrega entre turbulentas corrientes que arremolinan varias escenas de una lejanía selvática que no entiendo.  Todas las voces, todos los tambores y cascabeles repercuten a la vez, todo exsuda al tiempo, los sentimientos revientan en 11 dimensiones y muestran mi errático camino con la precariedad de un meteorito cayendo sin control sobre el planeta.  Un zambullón tras otro me ahogó y al final, cuando floto boca arriba como un pez muerto en la entraña de esa enorme boa de agua en la que cabe mito y maloca, estrella y peregrinos, quirapiña y chagra… paso el raudal y sus aguas me entregan con delicadeza a una pequeña playa que no sé si es la entrada al cielo o al infierno. 

 

El viejo aspira su tabaco y lo que entró a mi mente sale y se guarda en su pecho.  Su mirada se pierde y escucha el humo, mueve su cabeza, frunce la frente, susurra y al final escupe y con el dorso de la mano se limpia la boca con algo de asco.  En un parpadeo está más cerca de mí y mientras toma con fuerza mi mandíbula, haciéndola doler tanto como el día que me la partí, con la otra se lleva su larga vara de yopo a la boca y lo sopla… me atomiza, me desintegra y cuando parto por esa especie de túnel que, sé, me entregará a mi cama hecho polvo, alcanzo a sentir que el padre jaguar lo ha estado acechando todo desde alguna rama alta de este universo…

 

Con dificultad recupero el aliento y en la oscuridad de mi habitación escucho al viejo decir: Makii aj tä Pac ma´Ca Vaupés… micsä Yurupary äijetu baj qa payé o algo así y la cabeza me revienta en dolor con el estruendo de un gran raudal donde empieza, otra vez, este extraño sueño que parte de tres islas rodeadas de un tibio mar turquesa a la selva tratando de encontrar algo que perdí y no recuerdo.

(*) Andrés Robles, periodista y guionista. Tiene su canal de Whatssapp: El soñante... relatos de un caminante. Visita el canal en este enlace: https://whatsapp.com/channel/0029Vasbo9NIiRoqEDNxBL3o

Un bicho
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 Foto  IA Canva

Un bicho

Por Jimmy Arias

Tengo la memoria cascada. Soy consciente de ello. No obstante, los detalles de aquella extraña noche, de mediados de los años noventa, los tengo tan claros como si mi mente se hubiera dado a la tarea de abrir un expediente minucioso de lo que me aconteció, con folder de tapa roja y clips de metal, tipo mariposa, para sujetar imágenes y datos a la topografía caprichosa de mi cerebro.

Era una noche calurosa, chisporroteante de mosquitos y carcajadas, y bañada por ríos de alcohol, como se acostumbraba cada vez que visitábamos a alguno de nuestros familiares terratenientes del Magdalena Medio colombiano; región esta chisporroteante también, durante décadas, pero de sangre y plomo, de lado y lado, de todos los lados posibles, militares, paramilitares, guerrilla… etc.

El tío Sixto, a quien visitábamos en esta ocasión, había sido víctima del conflicto armado, y quizá victimario también, no por nada había logrado, durante décadas,  mantener La Joya, una hacienda imponente, de esas en las cuales si uno pregunta hasta donde llegan sus linderos, siempre le responderán: hasta donde alcance la vista.

De lo primero, toda la familia era conocedora de su tragedia, y hasta lo habíamos dado por desaparecido en un cuartel del Ejército, a donde se lo habían llevado por “auxiliador de la guerrilla”. Los insurgentes, de vez en cuando, hacían campamento en sus tierras, y se comían sus gallinas y su ganado, como si el tío Sixto hubiera podido negarse frente al cañón de un AK47.

Seis meses estuvo en las mazmorras del Batallón XV de Infantería, durante los cuales fue torturado para que confesara lo que no tenía que confesar, o para que inventara lo que no había hecho o para que pidiera perdón por existir en el rincón geo-político equivocado.

Por eso, en aquella noche, la alegría no era solo para homenajear a los recién llegados de la capital, sino también para festejar la libertad del Tío Sixto, al mejor estilo de ‘El Retorno de los Muertos Vivientes’, porque quedaba muy poco de aquel viejo barrigón y dicharachero de antes, que gozaba con bromas infantiles como dejarle a uno boñiga de vaca en la almohada o zamparle un insecto en la botella de la cerveza sin que uno se diera cuenta. El Tío Sixto que acababan de regurgitar las entrañas podridas de la Patria era un zombie, una mala copia del anterior, un ser quemado, reducido a nada, con los ojos volteados hacia la negrura de sus más recientes terrores aunque, por fuera, quisiera disimular intentando aproximarse, sin éxito, a su legendaria picardía de otrora.

Su sonrisa actual era como calcada en un papel que luego se hubiera mojado y expuesto al sol. Desvaída, mortecina, cadavérica. Si se les pudiera contar un chiste lo suficientemente bueno a los muertos, seguro sonreirían como mi Tío Sixto. Mi mente calenturienta de niño llegó a esperar que, de un momento a otro, le brotara una larva de la boca y le reptara mejilla arriba, o ser testigo del aleteo, minúsculo y torpe, de una polilla saliendo de una de las cuencas de sus ojos.

Yo tendría, por aquel entonces, unos 10 u 11 años, y todavía disfrutaba de aquellos viajes y de departir con mi familia, de las madrugadas al ordeño, con nuestras torpes manos citadinas, o los paseos a caballo bajo el sol quemante, acompañado por la coral de las chicharras y de los pájaros de la Tierra Caliente con su gorjeo rotundo y seco, desde el corazón del más verde de los verdes.

Y esa noche, aquella precisa noche, el cansancio de una particular y divertida jornada calurosa, repartida entre perseguir cerdos y bañarnos en el riachuelo que cruzaba la haciendo de mi tío, de lado a lado, me había agotado lo suficiente como para irme a dormir temprano. No obstante, cuando ya el silencio se había instalado por fin en la noche de los grillos y las ranas, me asaltaron unas acuciosas ganas de orinar. La peor noticia para cualquier niño: meterse en la garganta de la noche en un sitio plagado de terrores desconocidos.

Haciendo gala de su legendario y quebradizo instinto, mi madre se despertó y, al notarme indeciso y levantando los pies con frenesí, frente a la puerta de nuestro cuarto, me apremió en susurros, para no despertar a mi papá: “vaya al baño que se seguro se orina en la cama”.

Así que, viéndome sin opciones, no me quedó más que ubicar mentalmente el baño de esta ala de la hacienda y correr por mi vida a través de cientos de metros, iluminado apenas por la luz de la luna, aunque, en realidad, el baño estaba doblando el pasillo, al fondo y a la derecha, como siempre.

Me zambullí en las sombras, como un bólido prepubescente y descalzo, y alivié mi vejiga con toda la parsimonia del mundo, complacido, de paso, por mi valentía, que se desmoronó a los pocos instantes. A los grillos y chicharras se acababa de unir un ruido muy fuerte y desconocido, similar al que emitiría un par de maracas eléctricas o digitales al chocarse, como si tal cosa pudiera existir, o un latigazo de plasma o de electricidad. Diríase las hojas de dos cuchillos láser afilándose mutuamente, a medianoche, o algo así, y justo afuera, muy cerca de la puerta del baño.

Mis alternativas eran dos: cocinarme, a fuego lento, en el baño diminuto hasta que o bien el ruido infernal cesara o hasta que el martillazo redentor de la luz de la madrugara me indicara que estaba a salvo. Número dos, abrir la puerta de golpe y correr tan rápido como pudiera hacia brazos amorosos de mi mamá.

No obstante, la decisión fue tomada por mí, pues el ruido aquel se incrementó en potencia y distancia y, para colmo de mis desgracias, la puerta del baño era una de esas levantadas del piso los centímetros exactos para que se cuele el miedo o cualquier otro terror tropical y fatal.

Así que abrí la puerta de golpe y quise correr tan rápido como el miedo y las piernas me lo permitieran, pero la presencia de aquello me petrificó por completo. Sobre el piso de baldosas rojiblancas y brillantes, reposaba una criatura del tamaño de un gato, que latía, se inflaba y se retraía con cada estallido sonoro, al tiempo que su panza se iluminaba de luces iridiscentes. Era como un sapo descomunal, pero blindado por capas de tejido córneo o a lo mejor mineral. Parecía un auto de combate de la Segunda Guerra Mundial aplastado, con tentáculos en lugar de llantas, en perenne oscilación. La luz de la luna lo embarraba como una capa de asquerosa, temible y surreal grasa.

El bicho se irguió sobre sus extremidades traseras, fibrosas y alargadas, y abrió una bocaza descomunal, sin dejar de emitir aquel ruido endemoniado que todavía me resuena en los oídos en mis peores noches de insomnio. El percutor de supervivencia se me activó y hui, despavorido y febril, saltando y gimoteando de horror hasta que creí sentirme a salvo, en otro recoveco de la casona de mi tío.

Acezando me boté al piso, cansado, aterrado, pero muy vivo, y por el rabillo del ojo supe de la presencia de otro terror: en mi huida, corriendo como gallina descabezada, había llegado hasta la habitación principal del caserón: el cuarto de mi tío, a quien descubrí con el cañón de su escopeta de caza metida en la boca, a punto de volarse los sesos.

Sixto, al percatarse de mi presencia, me volteó a mirar, entre avergonzado y asustado, lanzando el arma a un lado, lejos de mi vista.

“Un bicho, una alimaña, un bicho feo y grandote”, solo atiné a decir como ensalmo para conjurar todos los espantos de aquella noche.

“¿Un… un qué?”, me respondió él, todavía deslumbrado por mi inoportuna o providencial aparición.

“Un bicho feo y grande, frente al baño”

“Ay, m’ijo, está tierra está plagada de bichos feos, vamos a mirar”.

Me empujó suavemente del hombro, con su mano temblorosa, empuñando en la otra una larga linterna niquelada, y nos encaminamos hacia donde debería estar el baño secundario y nuestro cuarto. Y claro, como suele suceder, no encontramos nada, ni frente al baño y menos en la paleta de los ruidos nocturnos de la montaña.

“Era gordo y brillante y tenía una coraza encima, y una bocota y…”, me defendí.

¿No habrá sido un espejo?, dijo, y soltó una de sus patentadas carcajadas, que esta vez si sentí genuina. Obvio, al otro día fui el objeto de burla de toda mi familia. E incluso hoy, de vez en cuando, cuando visito la hacienda de mi tío, el viejo todavía se acuerda de aquella anécdota y todo el mundo vuelve y se burla de mí, incluso mis propios hijos.

En mis ratos de ocio, cuando recuerdo aquella noche y al esperpento aquel, he buscado en internet digital de alguna bestia parecida a la que vi, pero, hasta el momento, lo único que me dispara el ciberespacio es el patético Chupacabras y las legendarias criaturas de Lovecraft. Nada más, nadie más.

No estamos solos
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 Foto Pexels

"No estamos solos"

Por Luisa Fernanda Ramos

Éramos muy jóvenes y tras un abrupto traslado de mi esposo a la ciudad de Barranquilla, decidimos pasar vacaciones juntos. Pero un día, de la nada, perdimos casi todo lo que habíamos  conseguido. Éramos los dos con un hermoso bebé, una cama, una lavadora y una canasta de ropa sucia en plena Arenosa, soportando calores infernales.

Así, dicha situación no nos dejó otra opción que surgir de entre las cenizas, y con las alas ahumadas nos instalamos en un pequeño apartaestudio.

El primer día en ese lugar, nunca lo olvidaré. La primera noche salí de mi habitación hacia la cocina y sentí una extraña presencia, pequeña presencia. No le di importancia. Abrí la nevera, recién comprada, serví el agua y sentí la necesidad de irme corriendo al cuarto.

Esa espantosa sensación me acompañó a diario, a partir de las 9:00 de la noche, razón por la cual  decidí no volver a salir de la habitación después de esa hora.

La sensación era muy simple de describir, una presencia de aproximadamente 1.20 metros de estatura, que me hacía sentir la piel de gallina, sentía que el pecho se me oprimía y siempre con ganas de salir corriendo.

Una noche, a mí se me olvidó llevar el acostumbrado vaso con agua y le pedí a mi esposo, que fuéramos juntos. Él, con ironía, me dice: "yo sí soy valiente, iré y verás que todo es impresión tuya".

Entonces sale de la habitación con un aire de guerrero ateneo, y a los pocos segundos vuelve totalmente pálido, sus labios eran blancos, sus ojos más verdes que nunca, y me dice, "mañana llamas al sacerdote, no quiero esto más en mi casa"

Efectivamente, salgo a buscar un sacerdote en una capilla cerca al apartamento. Encontré un cura jovial, pero maduro, que lo primero que me pregunta es: "a qué hora llega su esposo de trabajar?". Yo le digo a las 4:30.

_ "A esa hora estaré allá, tenga en cuenta que en ocasiones, los jóvenes son susceptibles a impresiones que no saben descifrar, ustedes acabaron de pasar por un momento difícil", me dice.

_ "Padre la presencia se activa en la noche", le digo

_ "Hija, más tarde es imposible", me señala.

Insisto en que ojalá se pueda en la noche, pero no lo logro. Tomo a mi hijo y me voy un poco molesta e impotente pensando en que ‘¡cómo es posible que siendo un matrimonio católico, este cura vea tan minimizado nuestro miedo!’. Pero igual acepto que llegue en la tarde.

Efectivamente mi esposo llega a  la hora de siempre, y enseguida aparece el sacerdote, quien incrédulo ingresa al apartamento.

Cuando pasa a la cocina, su color rosado intenso por el calor del exterior se torna un pálido sudoroso, se nota cómo se le dificulta respirar, solo señala la llave y nos pide agua, y automáticamente la bendice.

Empieza a orar con toda la fuerza de su alma y hace que nosotros nos tomemos de las manos y repitamos las oraciones. Tan pronto termina, nos baña con el agua y cocina más con el agua bendita. El cura cae rendido en un mueble auxiliar del lugar.

Casualmente, a partir de ese momento esa espantosa presencia, no la volvimos a sentir. En ese entonces dijimos 'se fue'.... y quién sabe si solo por un tiempo.

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